jueves, 14 de octubre de 2010

PROGRAMA DE VALORES: LA HUMILDAD

El valor de la humildad como principio vital del conocimiento

Si se tuviera que definir a la sabiduría desde el punto de vista del valor de la humildad podríamos decir, sin temor a equívocos, que la tierra fértil de la que se nutre todo saber es precisamente aquélla en la que se cultiva la humildad. Porque es en este sentido que Sócrates, cuando afirmó saber que no sabía nada, no estaba tan sólo haciendo un juego de palabras para impresionar incautos, sino que estaba planteando el principio supremo por el cual se rige todo verdadero saber, es decir, aceptar en la humildad nuestra ignorancia para de esta manera comenzar a adquirir el verdadero conocimiento. Conocimiento que, por otra parte, no es aún sabiduría, sino la acumulación necesaria de experiencias, datos y reflexiones que, con el tiempo, la disciplina y su aplicación en la vida diaria, podrá algún día dar lugar al fruto, ni dulce ni amargo, del verdadero saber.

Sin embargo, la humildad no es principio único de la sabiduría griega y occidental, sino que impregna de manera ineludible todo saber realmente humano, tanto occidental como oriental, austral o boreal, antiguo o moderno; porque la humildad misma en su significado más fundamental es la certeza preteorética y clara que tenemos de nuestra existencia, a saber, el aceptar el hecho de que somos mortales. Siendo bajo este principio que los latinos establecieron su etimología, cuando humildad proviene del latín humilis, que no sólo significa humildad, sino también humus o tierra, porque es en este sentido que el que es humilde sabe, de principio, que su origen y destino es la tierra, que su tiempo en ella está contado, ya que ¾como descubre el héroe sumerio Gilgamesh en su epopeya¾ sólo la inmortalidad es propiedad de los dioses.

Ahora, históricamente, también se le ha dado a la humildad un uso peyorativo, sin tomar en cuenta el contexto religioso en el que se incluye, es decir, humilde es considerado sin más al hombre que proviene de un bajo estatus social, cultural y económico; pero desde el punto de vista religioso es en la humildad en que interviene el espíritu de servicio y mortificación propio de algunas prácticas religiosas: como el voto de pobreza de los franciscanos o de los monjes budistas. Así la enseñanza cristiana dice: “Antes un camello pasará por el ojo de un alfiler que un rico”. De esta manera, vista desde la religión, la humildad implica la carencia de egolatría o soberbia, de intolerancia o abuso de la autoridad; porque el humilde, en la triple acepción aquí expuesta ¾como ignorante de sí mismo, mortal y pobre de espíritu¾ no se sabe ni mejor ni peor que los demás hombres que le acompañan en esta travesía por la vida y, por ende, su mayor felicidad radica en saberse y comprender a los demás en la igualdad indiferenciada e indeterminada de la existencia, parte del devenir de los acontecimientos, tal como el viento fluye entre las hojas de los árboles, tal como algunas de sus hojas caen por el pasar del viento.

Y hay que escuchar estas palabras, del viento que fluye, de las hojas de los árboles que caen, también con humildad, porque sólo aquél que se presta a ella no sólo logra escuchar las puras palabras, sino el viento mismo y las hojas como parte de su ser. Ya que el que es humilde se presta y está presto para la que quizás es ahora la disciplina más difícil de practicar, la única, que como con Sócrates, permitirá al hombre conocerse así mismo en la propia ignorancia. Portal del conocimiento primero de la sabiduría, que luego Aristóteles el Estagirita llamará la más grande felicidad. Y así, sabiéndose primeramente ignorante de sí mismo se puede lograr la humildad de saberse mortal, efímero, pasajero como ave migratoria, cuyo único lugar que puede habitar es su corazón, porque, como dirá cierto músico experimental contemporáneo: “Nosotros a diferencia de los caracoles llevamos nuestra casa en nuestro corazón y por ello, precisamente, podemos volar”.

Y volar, y escuchar el viento pasar entre las hojas de los árboles o su caída, no son simples y llanas metáforas, carentes de sentido para los corazones duros, para los hombres de grandes manos y enormes vientres, de grandes orejas y enormes ojos, como los denunciaría Zarathustra; sino las simples y significativas enseñanzas que nos otorga la vida para nuestros sentidos y nuestro intelecto. En esta dirección, como algunos autores lo señalan, los griegos están más cercanos a la filosofía de oriente que a la de occidente, aunque a ellos atañemos el origen de nuestra rígida e indiferente cultura, donde los que dominan son los modelos establecidos, los principios impuestos sin explicación, las apariencias complacientes de una cada vez más exigente e ignorante sociedad. Porque como pensaron tanto los griegos, como los budistas o los taoístas, no es de sabios tener nada en demasía. Y así, en el dintel de la entrada al santuario de Apolo en la isla de Delfos los peregrinos podían leer: “Nada en demasía”. Análogamente el Tao Te King del poeta errante Lao Tse recomienda: “El que conoce lo que es suficiente es rico”.

Y resulta aún más significativo que el principio de aquella lejana y oriental sabiduría de la vida, el principio de su mundo, no sea el todo antropocentrista de un Dios justiciero y vengador, sino la vacuidad indiferenciada de la que surge tanto el cielo perdurable como la tierra subsistente. Y es que para ella: “Cielo y tierra pueden perdurar, / porque no se procuran la existencia, / así pueden vivir largamente. / Por eso el sabio situándose detrás se coloca delante; / desprendiéndose de su yo, conserva su yo. / ¿No es acaso porque renuncia a su individualidad? / Así es como puede realizar su individualidad”. Y nos podemos preguntar: ¿No contradice esta sabiduría los principios de toda política publicitaria de consumo capitalista, que exige sin ninguna consideración una actitud individualista frente a la vida? ¿No nos invita a volver a la naturalidad de nuestro espíritu, al respeto por la madre tierra, por nuestros congéneres y los seres vivientes con los que compartimos sus elementos?

Humildad, esta palabra que puede devolvernos nuestra naturaleza temporal, nuestro primer conocimiento, nuestro espíritu de entrega, puede leerse en el siguiente verso del Tao Te King: “El hombre de bondad superior es como el agua. / El agua en su quietud favorece a todas las cosas, / ocupa el lugar despreciado por los hombres, / y así está cerca del Tao”. Y es bajo este tenor que igualmente algunos autores han visto la semejanza entre el principio chino del Tao, o ley universal de la vida, y el Arjé griego, o principio supremo base de todas las transformaciones de las cosas, una similitud extraordinaria, un sinónimo, a partir de los cuales, en su respectivo ámbito cultural, tanto los taoístas como los filósofos naturalistas presocráticos construyeron su sabiduría de la vida.

Pero hay que explorar aún más aquél significado primero que a fin de cuentas sustenta toda motivación de humildad del hombre de todos los tiempos. El significado temporal y efímero de nuestra propia existencia, que ha hecho al hombre superar la mera animalidad para adquirir una conciencia, que de no ser por su experiencia con la muerte, nunca habría obtenido. Esta experiencia de muerte que ha marcado la historia contemporánea, en la que la maquinaria de la muerte nazi, las bombas termonucleares o las guerras por el petróleo la han hecho tan cotidiana que ha perdido cualquier significado. Por ello, de esta indiferenciada muerte de nuestra época, han surgido pensadores que han expuesto lo más vital de su necesaria experiencia, el hecho irreductible de que los hombres estamos hechos para la muerte, pero no para morir propiamente, sino para vivir más apropiadamente, más apropiadoramente. Porque el ser para la muerte, del filósofo alemán Martin Heidegger, significa más que cualquier cosa ser para existir, no enclaustrados dentro del caparazón seguro del conformismo y el confort de automóviles último modelo o residencias presidenciales, sino abiertos al afuera, a la diferencia, a la experiencia de vida que en última instancia motiva la superación del yo y la individualidad.

En este sentido, abogo por estas sabidurías, tanto orientales como occidentales, boreales o australes, antiguas y contemporáneas, del Tao chino o el Arjé griego, para compartirlas con mis jóvenes compañeros de vida, que de permitírmelo podrán algún día adquirir algo más que simples datos o conocimientos inanes sin espíritu, para que les den vida en su interior y bajo el principio de la humildad, les den alas para poder volar tan alto y vivir tan dentro, como vuela su prolífica y joven imaginación.

Maestro Gilga.

Nieves, Zacatecas, Agosto del 2010.

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